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sábado, agosto 15, 2009

Latinoamérica: la desconfianza como sistema

Honduras y su golpe militar nos obligan a plantearnos viejas preguntas que hubiésemos querido olvidar: ¿Es posible la democracia en países que aún no salen del feudalismo? ¿Puede haber democracia burguesa y Estado de derecho en países donde sólo unas cuantas familias ganan cien veces más que la gran mayoría de la población?

La derecha y la izquierda latinoamericana han tenido siempre la misma respuesta ante estas preguntas: conservadores como Diego Portales, libertadores como Simón Bolívar, revolucionarios como el Che Guevara, han mirado a la democracia formal como una importación de lujo, que llegaría después de un largo proceso de preparación y educación del pueblo. Algo así como el teatro de ópera que quiere instalar Fiztcarraldo en la selva en la película de Werner Herzog. La separación de poderes y el sufragio universal han sido entre nosotros un sueño delirante que choca contra una naturaleza y unos hombres demasiado exuberantes. Alexander Hamilton, el más caribeño de los padres fundadores de los Estados Unidos, pensaba en esto igual que sus colegas suramericanos. Así trató de convencer al general Washington de mantenerse en el poder el tiempo suficiente para que el pueblo madurara y supiera cómo votar. El general no lo hizo, renunció al poder y dio paso a las elecciones.

La mayor parte de los libertadores suramericanos hicieron lo contrario; se quedaron en el poder hasta que fueron expulsados, traicionados, asesinados, exiliados y olvidados.

¿Tiene el destino de estas dos colonias, separadas más o menos en la misma época de sus respectivos imperios, algo que ver con la decisión inicial de sus fundadores? ¿No ha sido nuestra pobreza por demasiados siglos un enorme justificativo para mantenernos como niños que esperan un padre o un tutor que nos enseñe cómo votar? ¿No somos en eso víctimas de la voluntad y la visión de nuestros padres fundadores, hacendados o aventureros que despreciaban la pasividad y mediocridad de los burgueses? ¿No eran nuestros propios revolucionarios, por educación y clase social, enemigos naturales de los abogaduchos y artesanos que decapitaron al rey de Francia o se separaron de la corona inglesa?

Durante demasiados años nuestra explotación (real pero no por ello fatal), nuestro atraso secular, nuestra soledad, han justificado una desconfianza hacia las elecciones y las reformas. La revolución ha sido siempre contrapuesta entre nosotros a la evolución. La democracia liberal mal puede convencernos cuando los padres mismos de nuestro liberalismo eran aristócratas que miraban con resquemor que su voto valiera lo mismo que el de un asaltante o un mendigo. Los resultados dan lo mismo, nuestra desconfianza de la democracia es esencial y previa a todo.

Así, entre nosotros, si la democracia venezolana se mancha de corrupción, es la democracia la que falla, la democracia la que es imposible e innecesaria entre nosotros. El mismo diagnóstico se repite cuando se habla en Bolivia o en Ecuador. Pero incluso la aparición en esas mismas despreciadas elecciones, de estos líderes que se burlan de las formalidades de la democracia burguesa, es la prueba justamente de la salud de ésta. Único sistema que administra lo que nadie se atreve a administrar: la incertidumbre y el cambio.

Cuando falla la democracia en Latinoamérica, ¿falla la democracia o falla Latinoamérica? La democracia puede ser ilusoria en países tan pobres como Honduras. La democracia burguesa necesita, parece evidente, de una burguesía en qué asentarse. ¿Pero qué pasa con países como Argentina, que fueron ricos y lograron construir una clase media ilustrada, pero que no se privaron por tanto de dictaduras y populismos varios? ¿Qué pasa con un país que creía que podía darse el lujo de tener una política barroca y que hoy ve cómo ésta desquicia también su economía, su salubridad, su educación y su literatura? ¿Y qué pasa con Italia o España, que no son ni países nuevos, ni pobres, pero que repiten muchas veces en su política las complejidades y corruptelas latinoamericanas?

La nueva santísima trinidad, libertad, igualdad y fraternidad, no ha reemplazado, en el viejo imperio gobernado por la santísima Inquisición, la más antigua trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Nuestras economías siguen siendo coloniales, se revistan de neoliberalismo o socialismo del siglo XXI, porque todos los sistemas económicos fallan donde no se cree en la ley (aunque, por cierto, fallan más los que quieren desregular lo que apenas tiene ya reglas).

La democracia burguesa sigue siendo entre nosotros una novedad foránea contra la que las élites se rebelan aún más que sus pueblos. El caso de Brasil y Chile, dos países que sufrieron cruentas dictaduras y tuvieron una izquierda altamente ideologizada, prueban que es el pueblo el que más puede ganar con la estabilidad y las aburridas reformas que nunca son perfectas, pero que tienen al menos de hacer discutible y visible sus imperfecciones.

Mirada más de cerca, no es la pobreza la que impide la democracia en Latinoamérica, sino la desconfianza en la democracia la que perpetúa la pobreza y la desigualdad. Micheletti y Zelaya comparten esa desconfianza primaria. Una desconfianza que sus actos no hacen otra cosa que confirmar.

Rafael Gumucio es periodista y escritor chileno.

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